Luchando contra la Bestia


El arte popular amaga verdaderos tesoros. No me refiero al folclore (que también), sino a la cultura pensada para las masas, especialmente la que ya forma parte de la historia. La propaganda, si quieren. Las caricaturas que adornaban los panfletos y los diarios británicos a finales del siglo XVIII y principios del siglo XX son uno de los mejores ejemplos que me vienen a la cabeza. Además, uno de mis favoritos. Hay quien las conoce como los grabados georgianos (por el rey Jorge, que ahí es George).

Son especialmente interesantes las caricaturas que advertían del peligro de la ginebra, recién llegada a la Gran Bretaña. El daño que hizo la ginebra entre las clases populares fue tal que las autoridades iniciaron la primera campaña antidroga de la historia contemporánea, apoyándose, precisamente, en estas caricaturas. Y luego están mis favoritas, las que atacan a la Revolución Francesa primero y a Napoleón Bonaparte después. ¡No tienen desperdicio! Son dignas de sesudos doctorados sobre arte, política, sociología o eso que llaman marketing

Una lectora muy amable me ha hecho llegar una de estas caricaturas, que proviene del Bodleian Museum de Oxford, y que seleccionó The Guardian entre otras muchas. Es la que copio a continuación. 

Pueden ampliar la imagen aquí.

Está firmada por uno de los mejores, G. S. Farnham, y publicada el 22 de julio de 1808 por R. Achermann. Se titula La Bestia, y se añade como está descrita en el Apocalipsis (Cap. 13), asemejándose a Napoleón Buonaparte (sic).

¡Empezamos bien! De entrada, los británicos dicen Buonaparte y no Bonaparte, para irritar a Napoleón, y para subrayar el origen corso de la Bestia, Napoleón. Que ahí es adonde quería ir a parar, a identificar a la Bestia con Napoleón. 

Fíjense que es una hidra con cuerpo felino y varias cabezas (mejor dicho, testas coronadas). Su piel parece manchada, como la de un leopardo, y lleva en un costado el número maldito, el 666. La Bestia se asienta en sus patas traseras en Córcega y lucha contra un tipo armado con un sable, que ya lleva dándole algunos tajos a la Bestia y al menos uno de ellos se ha cobrado un daño. A los pies del guerrero, yace un trozo de la Bestia. El gesto recuerda al de la Virgen pisando a la Serpiente, una iconografía más conocida en el Continente que en la Gran Bretaña. Quizá sea casual, pero llama la atención de los lectores del lado católico de Europa.

Sigamos con la Bestia. El caballero del sable ya le ha soltado un tajo que casi decapita a una de sus cabezas. Si se fijan, esa cabeza que ha perdido la corona, que mira hacia arriba medio colgando, echando fuego y espumarajos por la boca es, en efecto, ¡Bony! Es decir, Napoleón Bonaparte. 

Es interesante notar que los caricaturistas británicos todavía dibujen a Napoleón con el aspecto que tenía como Primer Cónsul. Fíjense en el corte de pelo, y en un rostro todavía delgado. Rota la paz de Amiens, dejaron de tener a su disposición retratos de Bonaparte. No conocieron la nueva imagen de Napoleón I, Emperador de los Franceses, Rey de Italia, etc., al que sus soldados llamaban le Petit Tondú (el Peladito) por su manía de cortarse el cabello muy cortito. 

A Bony se le han caído algunas coronas, que la señora Hope (Esperanza) recoge con su delantal. La señora Hope tiene como atributo un ancla, símbolo de la Royal Navy, la Real Armada Británica, que aparece de lejos, al fondo a la derecha, con una leyenda que menta al almirante Purvis (Nelson ya ha muerto). Caen de la cabeza de Bony cuatro coronas. Dos, de Francia (¿por qué dos?), una de Portugal y otra, la más grande, la corona de España. La señora Hope está muy contenta y ríe abiertamente.

Las otras cabezas coronadas son feas y monstruosas, con apariencia de felino algunas de ellas. Sus bocas amagan colmillos, sus narices son anchas y chatas, son peludas, deformes, son las coronas de Rusia, Prusia, Dinamarca, Austria, Holanda y Nápoles (ésta, más que furiosa, parece triste).

El tipo que va dándole tajos a la Bestia y que parece que le hace daño es España. Luego le prestaremos más atención. En agosto de 1808, los británicos desembarcaron en Portugal a las órdenes de sir John Moore, que meses después moriría en medio de una abrumadora derrota en La Coruña. En julio de 1808, se estaba preparando esa expedición en auxilio de Portugal, aliada de la Gran Bretaña, si es que no había partido ya, y la situación en Europa era la que era, no muy buena para los británicos.

En Holanda, Nápoles y España, reinaban monarcas puestos a dedo por Napoleón (de su propia familia, además). Rusia, Prusia y Austria habían sido derrotadas y ahora eran incluso aliadas. Lo mismo, Suecia (Dinamarca en el grabado). Portugal iba a ser la siguiente. El Reino Unido luchaba solo y aislado contra la Bestia. 

Y en éstas, ¡zas! España se alza en armas contra Bonaparte. El 2 de mayo de 1808, en Madrid, la sublevación del pueblo es aplastada por las tropas de Murat. Una matanza. Cinco mil madrileños (tirando por lo bajo) mueren a cambio de algunas docenas de franceses, pero la sublevación se extiende. 

En junio, los milicianos catalanes y tropas del ejército español derrotan a una columna de 3.800 hombres al mando del general Schwartz en dos enfrentamientos que suman la llamada batalla del Bruch. La mayoría de la columna francesa la formaban tropas napolitanas, gente de muy mala fama, por ser saqueadores, violadores y malos soldados. Los franceses pierden unos 300 hombres y se retiran, mientras las juntas catalanas proclaman la defensa de la corona española en la cabeza de Fernando VII. En los primeros meses de la Guerra de Independencia, Cataluña fue el escudo de España, como en la caricatura, pues barró el paso de los refuerzos y aisló prácticamente a las tropas francesas en la península.

Cádiz fue sitiada, pero no tomada por los franceses. Andalucía se subleva toda. Asturias, Galicia, Valencia... El 19 de julio, 21.000 soldados franceses a las órdenes del general Dupont se rinden ante los 28.000 del general Castaños. Esa derrota fue celebrada en Europa como una señal. ¡Los franceses no son invencibles! 

Pero no nos emocionemos. Cuando Farnham dibujó este grabado, quizá supiera del Bruch, de las Juntas, de la sublevación en toda España, pero no tendría todavía ninguna noticia de la batalla de Bailén.

Napoleón llegaría a España en otoño de 1808. Allá por donde pasó derrotó a todo el mundo y le dió una soberana paliza a los ingleses. Se volvió a Francia poco después, pero España siguió sublevada, en guerra, y así seguiría hasta 1814, desangrando a los ejércitos franceses todos y cada uno de los días que siguieron aquí. El Emperador tuvo 200.000 hombres permanentemente acuartelados en España, desangrándose y muriendo en una guerra larga y sucia que ayudó mucho a precipitar la hecatombe del Imperio Francés.

Eso nos lleva a prestar atención a la figura que representa a España. Viste de modo un tanto estrafalario, con calzas acuchilladas, coleto y capa (capote, mejor dicho). También gasta un bigotillo ridículo y lleva pendientes. Los británicos nos veían así, como caballeros salidos de un cuadro de Velázquez. Hoy nos hubieran dibujado disfrazados de toreros. En eso, los británicos siguen siendo los de siempre, como puede apreciarse en las similitudes entre Badajoz (1812) y Salou, hoy en día.

Vayamos a las alegorías.

El tajo (premonitorio) que casi decapita a Napoleón hace caer la corona de España, porque la llevaba José I, Joseph, el hermano mayor de Napoleón (un buenazo, en el fondo). El sable que esgrime España es (eso dice) genuino toledano, que el acero de las espadas de Toledo seguía siendo de los mejor considerados de Europa. El tahalí lleva la leyenda Madrid, por la rebelión del 2 de mayo. El brazo que esgrime el sable lleva dos leyendas. Una, Asturias, donde el bíceps. La otra, en el antebrazo, Patriotismo español. Porque el público se lanzó a la guerra contra el francés alentado por ese patriotismo, la miseria, la Iglesia y qué sé yo. 

Como hablamos de la Iglesia, hay que prestar atención a la mitra que lleva España en la cabeza. Parecen las torres de la Sagrada Familia, pero es una mitra en la que se lee San Pedro y Roma. En un dibujante protestante, es todo un mensaje subliminal. El fanatismo católico calienta los sesos de España y despierta su violencia, quizá. También podría servir para recordarnos que Roma, pese al concordato con Bonaparte, no veía al Corso con buenos ojos. Ahí lo dejo, que tiene mucha miga.

Una pierna lleva la leyenda Córdoba y el pie que aplasta un trozo de Bestia, Cádiz. Pero es el escudo de España el que llama la atención a los británicos, y ese escudo es Cataluña, según reza la leyenda, porque en el momento en el que se dibujó esta caricatura alegórica, Cataluña era la región donde había triunfado el apoyo popular a favor de Fernando VII y donde Francia había sufrido sus primeras derrotas.

Así nos veían los británicos, valientes, alocados, dándole tajos a la Bestia, vestidos con ropas antiguas, desafiantes y al mismo tiempo sometidos a Roma, católicos fanáticos. La violencia de la Guerra de Independencia y lo que sucedió entonces fue un trauma que nos marcó durante muchos años, si es que no continúa marcándonos. Sentó las bases de las guerras carlistas y de la oposición entre progreso y conservadurismo en nuestra sociedad, que siempre se ha interpretado de manera un tanto peculiar, con Dios de por medio y la patria (cualquiera) en la punta de la lengua, sin saber distinguir una cosa de otra.

Siempre me he preguntado qué habría sido de nosotros de habernos sumado a Bony contra los ingleses. Pero eso es ficción y no se puede saber.

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