Vaso de aluminio, Francia, c. 1875.
El aluminio es, después del oxígeno y el silicio, el elemento más abundante de la corteza terrestre. Pero el aluminio puro es rarísimo en la naturaleza. La mayor parte del aluminio que utilizamos procede de un mineral llamado bauxita.
Como es un metal muy ligero y resistente a la corrosión, lo empleamos para construir aeronaves o automóviles, pero también lo conocemos en la cocina o en forma de ventana. Es un metal con el que tratamos cada día como si tal cosa, sin darle más importancia. Es barato. Ahora. Pero hubo un tiempo en que no fue así.
Un físico danés, Hans Christian Ørsted, consiguió la primera muestra de aluminio metálico en 1825. Creyó que era potasio puro. Dos años más tarde, Wöhler descubrió que no, que era un nuevo elemento químico.
Unos años más tarde, Henri Sainte-Claire Deville, francés, cómo no, con ese nombre, Deville, decía, descubrió un método más simple que el de Wöhler. Gracias a ese método pudo exponer en la Exposición Universal de París de 1855 unas barritas de la plata de la tierra (así se le conocía entonces).
Provocó el pasmo y la admiración. No era para menos: un gramo de aluminio valía entonces treinta y siete céntimos y medio de dólar; un gramo de oro, cuatro céntimos y medio. Aquellos lingotes expuestos valían un potosí.
Napoleón III
Napoleón III, recién emperador de pacotilla, sobrino de Napoleón (el de verdad), se emocionó con las posibilidades del aluminio. De entrada, decretó que Deville recibiría una renta anual de 36.000 francos. ¡Casi nada! Porque hasta entonces Deville y su familia habían vivido con una renta que no llegaba a los 2.000 francos al año. Eso sí, Deville tenía que dedicar todos sus esfuerzos a la producción de aluminio para la casa imperial. Deville aceptó el encargo, quién no.
Aunque Deville pronosticó que el aluminio sería un metal digno de usos industriales y un soporte del progreso y la tecnología, fueron los joyeros los que se echaron encima del (todavía) raro metal. Se puso de moda.
De ahí que la cubertería de Napoleón III pueda ser considerada uno de esos caprichos que convierten el lujo en obscenidad. Mandó que le hicieran para sí y los más selectos invitados platos y cubiertos de aluminio. Si un monarca o un embajador extranjero era servido en una vajilla de oro, sabía que no contaba con el aprecio del emperador. Era todo un desprecio.
Barrita de aluminio que Napoleón III regaló a Faraday en 1855.
Napoleón III honró a personas muy importantes y distinguidas con una barrita de aluminio, que recibían como un presente muy raro, valioso y exquisito.
Sonajero imperial, de Luis Napoleón, de aluminio. 1866.
El colmo de la locura alumínica fue el sonajero del hijo del emperador, de aluminio. Nunca un niño ha jugado con un sonajero más caro. Coral rojo, diamantes, esmeraldas, rubíes, oro... ¡y tanto aluminio! Otros relatan que al ministro del Tesoro casi le da un soponcio cuando vio aparecer a Su Majestad Imperial con un casco de aluminio. ¡La madre! ¡Qué manera de tirar el dinero! Napoleón III puso de moda las medallas y botones de aluminio y las señoras arruinaban a sus maridos con semejante capricho.
Deville se hizo de oro gracias al aluminio, pero nunca presumió de haber sido un genio. De hecho, Deville siempre dijo que se había limitado a perfeccionar el método de obtención del aluminio del doctor Wöhler y nunca dejaba de mencionarlo.
La fiebre del aluminio duró poco. En 1871, los prusianos derrotaron a Napoleón III y la Comuna de París hizo regresar la República Francesa. Aunque los joyeros parisinos siguieron trabajando el aluminio, habían pasado los mejores tiempos. En 1886, Charles Martin Hall y Paul Héroult, cada uno por su lado, dieron con la manera de producir aluminio de forma práctica y económica, en grandes cantidades. Entre 1855 y 1886, la producción de aluminio en todo el mundo nunca excedió de una tonelada y media al año. Hoy, es algo así como 25.000 millones de toneladas al año, lo que no está nada mal.
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