Tengo una especial predilección por la pequeña historia, la que se alimenta de anécdotas, de cosas mínimas, curiosas, paradójicas. El asesinato, quizá ejecución, o viceversa, de Bin Laden ha puesto al descubierto que el malo malísimo de la película era un tipo bastante vulgar, uno de esos personajes que parecen darle la razón a Arendt cuando menciona la banalidad del mal. Le gustaba verse a sí mismo en televisión y practicaba el zapping de manera convulsiva. Se teñía la barba, para disimular sus canas. Era maniático en sus costumbres y es aquí donde entra la anécdota que me ha llamado la atención. Bin Laden era un adicto a la Coca-Cola.
Cuentan que no podía pasar sin este jarabe. Que bebía Coca-Cola a todas horas, fresquita, y que si abría la nevera y la sorprendía vacía de este refresco, pillaba unos berrinches de padre y señor mío. La Coca-Cola, el símbolo yanqui por excelencia, deleitaba el paladar del enemigo público número uno de los EE.UU. Hay para darle vueltas al caso.
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