Leía tranquilamente en el hospital, al lado de una ventana que daba al patio, por donde entraba el fresco. Las golondrinas llenaban el cielo, apresuradas, presto el anochecer. Qué extraño silencio, cuando el hospital es un lugar ajetreado y ruidoso, siempre lleno de gente apresurada que cruza una via dolorosa. En éstas, desperté de mi ensueño cuando me dijeron: No hace falta que se mueva, no molesta.
Era un tipo feo, mal afeitado, sucio, desdentado, a todas luces simple, que acarreaba trapos y un cubo. Era el limpiacristales.
Qué hombre tan amable. Me explicó que ponía cera a los cristales, una cera que repele a los bichos, ya sabe. Cómo olía a fresco, decía. Me mostró cómo se enceraba un vidrio, así, ¿ve?, así, poquito a poco, y cómo luego se secaba con el mismo trapo, nunca con otro. Se da cera con este lado, y se seca con este otro, decía, y sólo se aclara con agua caliente, nunca con agua fría.
Aplicado y meticuloso, desapareció como apareció, en silencio, dejando tras de sí cristales tan límpidos como el aire de primavera.
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