Sé que me hablaron de la tragedia griega en las asignaturas de Literatura en el colegio y luego en la universidad. Pero de esos estudios sólo recuerdo aquella frase que dice: Eurípides, no me Sofocles, que te Esquilo. Con esta tontería, uno se quedaba con los tres grandes de la tragedia, que son (atención con el acento y las tildes) Eurípides, Sófocles y Ésquilo.
Gracias a Dios, supere con bien aquellos estudios. Es decir, esa aburrida asignatura no me impidió, años después, abrir las páginas de un libro con las tragedias de Eurípides, pongamos por caso, y disfrutar leyéndolas.
Parece que algún demonio protector de la ignorancia ha diseñado la Literatura como una asignatura pensada para espantar a los posibles lectores. Por eso he dicho que superé la Literatura con bien, porque no me liberó del vicio de la lectura. Así, he leído, y mucho, y sólo después de haber leído uno se da cuenta de esas cosas que tienen que ver con los libros, como su significado político, filosófico, ético o qué sé yo. Mejor meterse en el meollo de las aventuras de Edipo, Medea o Antígona y luego preguntarse cosas que iniciar la aproximación a los clásicos de la tragedia preguntándose por la catársis de la polis.
Hoy leo Antígona, de Sófocles, traducida (maravillosamente) al catalán por Joan Castellanos, en una edición de La Magrana. Si usted puede leer en catalán, ha sido bendito por el cielo, porque los catalanes contamos en nuestro haber con magníficas traducciones de textos griegos y latinos y podemos decir, muy orgullosos, que algunas de éstas son las mejores en cualquier lengua moderna. ¡Qué contento me pongo al decirlo!
No pienso contarles de qué va Antígona. Les diré que nos muestra un enfrentamiento inevitable entre Ética y Poder. Dicho esto, ya saben quién muere al final y no diré más. Pero, por favor, léanla, o (re)léanla. Es una obra como no hay dos.
En la tragedia (griega) se enfrenta el hombre con su destino. No se deja arrastrar por él, no lucha para intentar evitarlo; lo asume como parte de su propio yo y se lanza de cabeza a lo que venga, sea de manera plenamente consciente o inconsciente, y he aquí el drama. Pero, como decía un buen amigo mío, no hay tragedia sin política, y cualquiera tragedia que se precie de serlo es, en el fondo, la manifestación de un problema político, su crítica o reivindicación.
Pero si nos ponemos sesudos, espantaremos al personal. Todo esto, el porqué de la tragedia, de la comedia, la poesía, de un clásico en general, su doble (o triple o cuadruple) lectura, vendrá después. Lo primero y principal de todo es disfrutar la lectura de los clásicos, que es un gozo particularmente placentero en un lector de veras.
Ya saben lo que decía Maquiavelo. Que llegaba a casa, se limpiaba, se cambiaba de ropa y así de bien dispuesto reclamaba la compañía de hombres notables, queriendo decir que acudía a las lecturas de Tito Livio, su favorito. Quien dice Maquiavelo, habla de usted. Si no ha probado la miel de los clásicos, su currículum de lectura anda cojo. Ríase con Aristófanes, gócese con Horacio, conmuévase con Sófocles, explore el mundo con Heródoto, viaje con Homero, álcese en el Senado con Cicerón para censurar a Catilina... Caramba, que tiene mucho donde elegir. No desperdicie la ocasión de pasarlo bien.
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