Se conocía la infusión de antiguo, por tener trato con los turcos, pero no se apreciaba nada que no fuera amargura en el brebaje. Hasta que justo después del Gran Sitio de Viena (1683), Marco d'Aviano, padre capuchino, inventó... il cappuccino. En 2003, la Santa Madre Iglesia lo declaró beato, como justa muestra de agradecimiento.
Porque el café, en Italia... Oh, el café italiano... Cómo no, también el florentino.
Los italianos presumen del Caffè Florian, en Venecia, que abrió sus puertas en 1720 y todavía sigue ahí, con terraza y orquesta. La cafetería más antigua de Europa. Pero también pueden presumir del Caffé Gilli, en Florencia, que abrió sus puertas en 1733, aunque luego trasladó el local a la Piazza della Repubblica, recién inaugurada en la segunda mitad del siglo XIX. ¡No está mal! Presume, el Gilli, no sólo del café (realmente bueno), sino también de pastelitos, dulces, confites y chocolates. Es un pequeño paraíso en la tierra.
Como el Gilli, otros cafés de postín se pelean por un lugar de honor entre los mejores: el Rivoire, en la Piazza della Signoria, o el Scudieri, en la del Duomo, serían dos ejemplos clásicos, que también ponen azúcares y golosinas a disposición de los señores clientes. Pero no son los únicos, aunque sí los más selectos.
Con todo, el más famoso es el Giubbe Rosse, que se anuncia como Caffè Letterario Giubbe Rosse. Para que se hagan una idea, es algo así como el Café Gijón de Italia. Podría traducirse como el Café de los Chalecos Colorados, porque los camareros van así vestidos, à la viennoise.
Curiosamente, se inauguró como cervecería, no como cafetería, en 1897. Fueron los hermanos Reininghaus (austríacos) los que compraron el local y pretendieron dar de beber al turista sediento. Al final, tuvieron que comprar una cafetera y se enfrentaron a un problema imprevisto: los florentinos no sabían pronunciar Reininghaus. Así que, cuando un grupo de amigos quería reunirse donde los austríacos, decían: Andiamo da quelli delle giubbe rosse.
Aunque los Reininghaus nunca supieron pronunciar correctamente Giubbe Rosse, el nombre caló y se quedó ahí para siempre.
También se quedaron los intelectuales, agarrados a la mesa con desesperación, porque con un café podían pasar la tarde hablando de sus cosas en un lugar calentito y arreglar el mundo sin vérselas con el casero. Allá, en el Giubbe Rosse, se parió el futurismo florentino, que declaró el café como su sede en 1913. Los futuristas exclamaron en voz alta que tendrían que derribarse los museos y las bibliotecas para gozar del presente sin las ataduras del pasado (sic), abrazando la ciencia y la ingeniería. Por ejemplo, la cafetera exprés, que nació por aquel entonces.
En la Giubbe Rosse se discutió si, en efecto, el último Alfa Romeo era más bello que la Venus de Milo. Se dijo que no, no porque el Alfa Romeo no fuera bonito, sino porque el Alfa Romeo era milanés y los futuristas florentinos y los futuristas milaneses se llevaban como el perro y el gato. El asunto fue muy polémico, corrieron ríos de tinta y algunos intelectuales llegaron a las manos por un quítame de allá esas pajas.
La cuestión es que no iban en serio. Los futuristas se pitorreaban de todo el mundo, pero inspiraron algunas tesis fascistas y otras zarandajas, y ésas ya no hicieron luego tanta gracia.
En todo caso, tanto ruido armaron que la Giubbe Rosse se convirtió en la cafetería más famosa de Italia (que no en la que servía el mejor café, que ésa es el Sant'Eustacchio, de Roma, si me permiten opinar). Sigue ahí, con otros dueños y sin futuristas, pero sigue ahí.
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