Mi tatarabuelo poseía varias galeras y vivía del transporte de mercancías en la ruta de Pamplona a San Sebastián. Compraba y vendía vino, me dijeron, que transportaba en grandes barricas. Cargaba la mercancía en Pamplona, pongamos por caso. Al amanecer, al grito de ¡Quiá! ¡Quiá! o quizá ¡Arre! ¡Arre!, crujían las maderas y se tensaban las cinchas, resoplaban las mulas y percherones y poco a poco, lenta, muy lentamente, se ponía en marcha el tren.
Imagino el polvo del camino, bajo un sol de justicia, en los campos amarillos pamplonicas, un caminar quejumbroso, duro, que tenía varias jornadas por delante. Los palafreneros y postillones le daban al vino y masticaban galleta y queso. Gritaban ¡Quiá! ¡Quiá! a bestias y brutos. Tan pronto abandonaban el llano, sus miradas hoscas se tornaban recelosas y desconfiadas. Tenían sus razones.
Mi tatarabuelo llevaba consigo una tercerola fabricada en Eibar. Era un arma de retrocarga, una copia del Remington americano que empleaba el cartucho del 44 español, de 11 mm de calibre. Por lo que sé y me han contado, la empleó más de una y más de dos veces contra los bandoleros. Porque en aquellos tiempos corrían bandas de forajidos por los bosques y valles de Navarra y Vascongadas. Esas cuadrillas las formaban desertores del ejército de don Carlos o de las Españas constitucionales, campesinos deshauciados y amigos de lo ajeno. Olvídense de la imagen romántica del salteador de caminos, porque hablamos de mala gente. Prestos a matar por menos que nada y cobardes las más de las veces, amigos del degüello y el disparo a traición, de la emboscada y el abuso, malvivían en las zonas dejadas de la mano de Dios, como bestias acorraladas y feroces. Ninguno llegaba a viejo.
He ahí por qué mi tatarabuelo andaba con la tercerola del 44 en la diestra, la canana llena de cartuchos cruzándole el pecho y la blasfemia a punto en la boca, mascullándose tras un cigarrillo mal liado tan pronto el tren de galeras se adentraba en bosque o valle propicio a maleantes. Sé que al grito de ¡Alto! mi tatarabuelo respondía echando mano de la tercerola, sin mediar palabra. A la de tres, se liaba una balacera confusa. Supongo que se sumarían algunas escopetas a la tercerola de mi abuelo, que esa tercerola no sería la única en responder a los bandidos, que todo el tren echaría mano de pólvoras y blasfemias. No iban a quedarse atrás los bandidos. También echaban mano de escopetas y de algún recuerdo de la milicia, birlado al ejército cuando el fulano que lo disparaba entonces dijo allá os quedáis y se echó al monte.
Así que al ¡Alto! seguía un ¡Me cago en Dios! y un pim, pam, pum breve y violento. Porque, como siempre en estos casos, el asunto se resolvería quemando pocas pólvoras. Cuando quedaba claro que mi tatarabuelo Soravilla no iba a ceder la mercancía por las buenas, el recurso a las malas perdía adeptos y los bandidos se retiraban, no fuera alguno a hacerse daño.
Así que las más de tales batallas se resolvían a poco de comenzar. Todavía no se habían disipado los humos de las pólvoras entre los troncos de los árboles y ya se daba por finita la emboscada. Como recuerdo, sólo quedaba la figura de mi tatarabuelo, de pie sobre el pescante, con el puño cerrado y a voz de grito cagándose en Dios y en todos los santos, prometiendo al personal que iba a meterles una bala por el culo si volvían a tocarle los cojones, o algo parecido. Sobre el particular, los más ancianos de la familia preferían olvidar la mala fama en el parlar y maldecir de postillones y palafreneros y ese detalle lo descubrí luego y por mi cuenta.
Al poco, chasqueaban de nuevo los látigos y regresaban los ¡Quiá! ¡Quiá! ¡Arre! ¡Arre! Se ponía en marcha el tren de galeras, lentamente, espantado el peligro. Luego se cruzaban las carretas con una partida de carabineros o de la Guardia Civil. Buenos días les dé Dios, saludaba mi tatarabuelo. En el fondo, malhumorado; en las formas, casi zalamero, porque uno que transporta vinos de aquí para allá rara es la vez que no carga contrabando. Preguntaba el cabo, el sargento, si habían visto a tal o cual malhechor y mi tatarabuelo se encogía de hombros y respondía con un quizá que no era ni un sí ni un no. El cabo, el sargento, quien fuera, se ofrecía para acompañar a las galeras hasta el próximo pueblo y partía de nuevo el tren, esta vez con escolta, mientras mi tatarabuelo se enfurruñaba por dentro y sonreía por fuera. Vayan con cuidado, que por aquí anda Fulano de Tal o Cual, quien fuera famoso ladrón y homicida, aparte de follón, se despedía la tropa, y mi tatarabuelo respondía con un vaya usted con Dios, que yo ya iré con ojo.
A salvo la carga, sin más daño que un rasguño, tardaban un día o dos en cruzar terreno seguro y entregar la mercancía. Así, de aquí para allá, iba mi tatarabuelo ganando buenos dineros y echando p'alante el negocio.
Hasta que un mal día le dieron el ¡Alto! y mi tatarabuelo echó mano de la tercerola. ¡Alto, tus muertos! Se lió la de Dios y la ensalada de tiros acabó con tomate, porque se retiraron los bandidos, pero dejaron a mi tatarabuelo herido de muerte. No sé si murió ahí mismo o si murió malamente en un lecho que no era el propio, atendido por el barbero y el cura, días después, a mitad de camino entre ese y ese otro pueblo.
Siendo un niño, empuñé la tercerola de mi tatarabuelo. Era entonces un trozo de metal rojizo y oxidado. Lo recuerdo pesado, con olor a herrumbre. Allá quedó, en la casa-hotel de mi familia, en Betelu, que luego desapareció arrasada por la piqueta. Hoy sé que podría haberla limpiado y restaurado, que podría haberla rescatado, pero la he perdido para siempre, como he perdido tantas cosas y como tantas perderé.
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