A lo largo del recorrido de la procesión de San Bartolomé, las fieras flamígeras y los diablos queman pólvoras, pero guardan los petardos más notables para unos lugares, siempre los mismos, en los que echan el resto. Un indígena podría citar los puntos del recorrido de la procesión en que los bailes, y las pólvoras, montarán el número, y no se equivocará de un palmo.
Antes de que la caterva de etnógrafos y antropólogos hablen de conexiones telúricas con el territorio, será bueno señalar que son lugares previsibles. Uno de los lugares es, por ejemplo, un bar. El indígena que lea estas líneas ya sabe a qué bar me refiero; el que no lo sepa, puede imaginárselo. Aquí no hay punto telúrico que valga, sino suministro de cerveza.
Otros lugares son la plaza del Ayuntamiento, previsible, o el Cap de la Vila, que sería algo así como la Plaza Mayor, aunque sea chiquita. No son, que yo sepa, centros telúricos de nada, pero sí lugares donde confluyen varias calles o donde se agolpa la mayor cantidad de público.
Siento fastidiarles la magia y negar esa conexión subyacente entre la tierra y los ritos ancestrales, pero las cosas son como son. Sé que diciendo estas cosas corro el peligro de ser lapidado por el colegio de antropólogos, despreciado por la cofradía de etnógrafos y considerado obtuso por algunos indígenas, que sí que creen en la geosincronía fundamental del rito milenario de la purificación del pueblo mediante el paseo de un ídolo. Es el riesgo que hay que correr, en honor a la verdad.
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