La Fiesta Mayor está al caer, como quien dice, y los indígenas se preparan. En el Paseo Marítimo ya han instalado las plataformas para las orquestas de verano que cantarán y atormentarán a los vecinos de primera línea de mar; en la Punta, instalan las vallas que protegerán a los fuegos de artificio de la curiosidad de los suburenses; los gigantes y las bestias ya se exponen en el Ayuntamiento; las amas de casa ya piensan en el menú del día de San Bartolomé; los comercios esconden sus escaparates tras cartones y maderas, para evitar los destrozos de la procesión; todos van de aquí para allá con aires impacientes.
A poco que uno observe a su alrededor, verá lo que digo. El caballero de la fotografía, por ejemplo, fue sorprendido mientras acarreaba una fuente de cerveza. Hay que señalar que el suministro de cerveza es una necesidad logística básica durante la Fiesta Mayor. El consumo de esta bebida se ha ido incrementando a medida que ha pasado el tiempo. Cuando el forastero que suscribe era pequeñito, abundaban las botas de vino; algunos danzarines del ball de bastons (baile de bastones, o baile a bastonazos) llevaban la bota en bandolera, y acababan la procesión con la cara colorada, no se sabe si por el licor o por el esfuerzo. No se sabe... Sí que se sabe, pero no se dice.
Hoy, la Fiesta Mayor huele, como siempre, a pólvoras y sudores, pero el ácido picor del olor de vino peleón ha sido suplantado por el dulzón y empalagoso tufo de la cerveza. Se bebe a litros, se consumen cantidades ingentes de cerveza. El vaso de plástico lleno a rebosar de líquido de apariencia úrica hace ya tiempo que forma parte del equipo de cualquier colla o grupo de amigos. Que le bañen a uno con un vaso de cerveza es lo menos que puede pasar si se lanza en medio de las multitudes de suburenses que corean el sonar de las chirimías. Son los tiempos y eso que llaman globalización, que no es, precisamente, ir en globo.
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