Yo, lo siento mucho, veo las angarillas de San Bartolomé y ya tarareo el vals lento de The Godfather (El Padrino). La asociación de ideas es inevitable, no la puedo resistir. Se me pone la voz ronca, en un susurro, y afirmo que soy un hombre de respeto, que no pido nada más que un favor, que sabré recompensar con creces. Huelo a naranjas, escucho las cigarras en los pinares, bajo el sol, y la banda que inicia, con más ganas que fortuna, una melodía de Verdi, escoltada por dos escopeteros, lupara al hombro.
Me encandilo soñando con la famiglia, qué le vamos a hacer.
Alguna vez he confesado este fenómeno. Si me escucha un turista accidental, sonríe. Mira que tienes unas ideas...
Si tengo la osadía de comentar el caso con un indígena, éste frunce el ceño, me mira fijamente, largo rato, se acaricia lentamente el bigote con el dedo índice, me señala y me dice: Eh, Luis, ¿te he faltado al respeto? Dime cuándo, cómo, y te pediré disculpas.
Luego cierra los ojos, suspira, chasquea la lengua y me pone una mano en el hombro. Escucha atentamente, que sólo lo diré una vez. Quien se ríe de San Bartolomé, se ríe de Sitges, y quien se ríe de Sitges, se ríe de mí, y ni a mí ni a mi amigo (señala a un lado) nos hace mucha gracia.
Extiende su mano, displicente. El sicario me observa atentamente. Me inclino y susurro, con un ay en el corazón, lo que dicta la prudencia: Bacio la sua mano, padrino.
Bene, bene... Me da unos golpecitos en la mejilla. ¿Has visto? No era tan difícil.
No, no era tan difícil, pero ya he vuelto a soñar en voz alta.
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