Cabezudos

Como ya he dicho, la procesión de San Bartolomé se inicia... Bien, se inicia con dos guardias municipales y una motocicleta con lucecitas que piden paso. Pero, acto seguido, aparecen los gigantes y cabezudos. Los gigantes son los protagonistas de los bailes ajenos a las pólvoras y gozan de mucho predicamento. Pero los cabezudos, pobres, pasean su deformidad ante una manifiesta indiferencia.

Con todo, de un tiempo a esta parte se ha convertido en una costumbre que un personaje notable de la villa, un indígena digno de elogios, sea convertido en cabezudo. La caricatura de ese gran hombre, varón o mujer, equivale, no exagero en absoluto, a un saco de Creus de Sant Jordi y una docena de Medallas (de Oro) del Parlamento de Cataluña. Entre otras cosas, porque la efigie del cabezudo inmortaliza al homenajeado y su memoria persiste en el imaginario colectivo, mientras que pueden preguntarse quién ganó tal o cual medalla hace dos años, o el año pasado, y no sabrán a ciencia cierta si fue Fulano o Mengano.

Esa fijación totémica, ese bailar al son de chirimías con la cabeza de cartón que representa a un finado, o a uno pronto al finiquito, ese ídolo danzarín que pasea por el pueblo... Ah, cómo disfrutan los antropólogos. Aquí exploran en el subconsciente colectivo en busca de estructuras arcaicas tribales relacionadas con el mito de los antepasados. Yo no creo que haya para tanto, pero lo mejor es dejarlos hacer, si se divierten.

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