Los fuegos de artificio





Uno de los puntos culminantes de la Fiesta Mayor es la quema de fuegos de artificio la víspera del día de San Bartolomé. El castell de focs es un acontecimiento que congrega en la población a miles de personas procedentes de las poblaciones de los alrededores, y una flota de yates que se planta, cual Armada Invencible, frente a las playas. Cuántos miles de espectadores reúne la pólvora, no sé yo. Los indígenas sostienen que el público suma cincuenta, cien mil personas. Poco a poco, uno va pinchando y ellos se van animando y, como en Barcelona, a la que uno les da un poco de cuerda llegan fácilmente a sumar un millón de espectadores.

Los indígenas disfrutan de unos fuegos artificiales de primera categoría desde hace muchos años, y son, más que entendidos, sibaritas. Reclaman silencio para escuchar hasta el menor silbido de los cohetes, por ver si desentona con el conjunto. Se muestran fríos ante elegantes filigranas luminosas y apenas muestran una ligera aprobación cuando una palmera de diez megatones estalla justo encima de sus cabezas. Ésa no ha estado mal, responden, a contrapié.

Si uno aplaude o dice ¡Oh! o ¡Bravo! le mandan callar. Chist, por favor, que no nos deja oír los fuegos, se quejan. El forastero (siempre es un maldito forastero) no sabe muy bien qué responder.

Antaño, un señor rector tuvo que plantarse ante los artificieros, que disparaban sus morteros y quemaban los petardos en el mismo campanario. Prestando atención, se oían temblar y resonar las campanas, sacudidas por la pólvora. Hoy, esos explosivos se guardan para el final, cuando son lanzados al aire desde un espigón y concluyen el espectáculo con una salva de truenos que echa para atrás. Ahí se apuntan algunas sonrisas entre los rostros indígenas, que esperaban un poco de chicha y menos limoná.

Este año, el espectaculo ha sido notable. No se ha librado, nunca se libra, de las críticas indígenas, pero este año han sido menores. No por falta de ganas, sino porque se había dicho que no había dineros para pólvoras, y que los fuegos de artificio tendrían que pintárselos al óleo, porque las arcas municipales no dan para más. Ante ese miedo, miles de ojos contemplaban el espectáculo intentando recordar cómo era un castell de focs cuando todavía había pasta en Sitges.

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