Sobre el derecho a decidir (y perdonen la murga)


Los derechos, lo mismo que los deberes, son individuales. Los derechos colectivos son derechos, cuando lo son realmente, porque son una manifestación de los derechos individuales de las personas que forman el colectivo. Traducción y ejemplo: Cataluña no tiene derechos, pero los catalanes, sí.

Por lo tanto, nos queda preguntarnos si eso que llaman derecho a decidir es individual o colectivo, y hay que preguntar en qué consiste, específicamente. Hay que preguntar quién tiene ese derecho, qué tiene derecho a decidir, cómo, cuándo o por qué puede ejercerlo, etcétera. También es lícito preguntar a quién beneficia este derecho: ¿a todos o a algunos?

Con una simpleza (que no simplicidad) alarmante, se dice que un pueblo tiene derecho a decidir su futuro. Se dice en serio, además, como si se hubiera dicho una cosa muy profunda, cuando, en verdad, ¿qué se ha dicho? 

Sólo alguno entre tantos iletrados que dicen naderías habrá querido decir, con muy poca fortuna, que las personas que sean consideradas ciudadanos tienen derecho, ellas en su conjunto, cada una de ellas en particular, a participar en el gobierno de la sociedad. 

En España, en toda la Unión Europea, eso ya es así. Se proclamó este derecho en la Revolución Americana y luego, en la Francesa. Se proclamó por primera vez en España en Cádiz, en 1812.

Gracias a Dios y a nuestro sacrificio, después de mucha historia y no pocos reveses, somos libres y vivimos en democracia. Nunca hemos sido tan libres en nuestra historia ni hemos conocido tantos años seguidos de democracia. Somos libres para decidir qué hacemos con nuestras vidas, qué futuro deseamos y con cuánto empeño vamos a perseguirlo.

En resumen, una persona puede decidir qué desayuna por las mañanas o qué dios merece una oración. Puede decidir con quién se acuesta, con quién se levanta. Puede expresarse libremente y puede opinar lo que quiera. Etcétera. Pero los ciudadanos en particular, es decir, aquellas personas que pueden participar en la vida política, pueden decidir además sobre lo que es común a todos, la república (res publica). Están en su derecho.

El derecho (político) a decidir de un ciudadano se manifiesta de muchas maneras: elige a sus representantes, para que legislen y gobiernen por delegación; participa en la justicia a través del jurado; pueden afiliarse a partidos políticos, sindicatos, asociaciones; puede participar activamente en la política o publicitar sus ideas; etc. 

Los catalanes hace décadas que disfrutamos de este y aquel derecho a decidir y somos, por lo tanto, libres. Tan libres como cualquier ciudadano europeo. No vivimos bajo una tiranía, no tenemos más o menos derechos que los demás, no se coarta ninguna de nuestras libertades cívicas o personales. 

Pero los defensores del derecho a decidir sostienen que éste está por encima del Derecho, perdonen las redundancias. En pocas palabras, si un colectivo cree que tiene derecho a tal cosa, puede convocar una consulta popular (una asamblea) y mediante el sufragio, si obtiene la mitad más uno del total de votos emitidos, dará tal cosa por buena, sin más. Tal cosa, cualquiera.

Fíjense que el derecho a decidir así interpretado no respeta los poderes ejecutivo, legislativo o judicial, porque se presenta como superior, anterior o predominante. Los ciudadanos ya no serán iguales ante los poderes del Estado; un grupo de ciudadanos puede decidir ser diferente a los demás y arrogarse privilegios sin el concurso de los demás ciudadanos.

Este derecho a decidir también prescinde de la prevalencia del derecho individual, porque el supuesto derecho colectivo prevalecerá siempre. No existe ningún freno a la limitación de los derechos individuales: si la asamblea decide suprimir tal derecho, no existe un mecanismo que defienda al individuo de la tiranía de la mayoría, porque la asamblea está por encima de los poderes del Estado.

La demagogia (la tiranía de muchos) es un peligro real en un sistema político basado en el derecho a decidir. Como hemos visto, las mayorías pueden suprimir los derechos individuales de personas y ciudadanos que no se hayan sumado a éstas, pero ¿cómo son de mayoritarias las mayorías?

Pongamos como ejemplo el Parlamento catalán, porque lo conocemos y lo tenemos cerca. Las últimas elecciones autonómicas fueron de las más concurridas. Aún así, los ciudadanos que votaron al partido en el gobierno (CiU) son poco más del 20% de los catalanes. CiU y su aliado, ERC, suman un apoyo ligeramente superior al 30% de la población. 

En Cataluña, para modificar el Estatut, se necesita una mayoría parlamentaria superior a los dos tercios, que será equivalente a un apoyo de menos del 40% de la población de Cataluña. El apoyo en las urnas al Estatut del 3% (el de 2006) no llegó a esta cifra. A modo de ejemplo, la declaración parlamentaria a favor del derecho a decidir con más diputados a favor de 2010 hasta hoy suma los votos de poco menos de la mitad de los habitantes de Cataluña.

En resumen, en democracia se gobierna desde una minoría la mayor parte de las veces. No es más o menos demócrata un país porque vaya a votar más o menos gente. Pero es más demócrata el país que más respeta y defiende los derechos personales y ciudadanos, aún en contra de la mayoría. El buen funcionamiento de la democracia se basa más en el respeto a las reglas del juego y la defensa de los derechos individuales, que es estructural, que en el número de votantes, que es circunstancial.

Vayamos al sistema asambleario del derecho a decidir. Si se convocase una consulta sobre tal cosa y votaran dos tercios del censo, como en las elecciones al Parlamento, se obtendría una mayoría del sí o del no con un apoyo del 23 o el 24% de la población. Sólo se obtendría un apoyo semejante al de una mayoría parlamentaria con el favor de dos de cada tres votos. 

El método asambleario es de peor calidad, pues no deja espacio para el debate, la aproximación o la negociación. Es un sí o un no. La decisión, además, cuenta con un apoyo efectivo menor. A poco que un grupo sea activo, aunque minoritario, se impone sobre el resto. Así triunfaron los bolcheviques en la Duma o los nacionalsocialistas en la República de Weimar, ambos partidarios del derecho a decidir por encima de los poderes del Estado. Todos los sistemas totalitarios, en mayor o menor mesura, prefieren el voto asambleario al voto parlamentario.

Digámoslo de otra manera: El actual sistema político es representativo y separa los poderes del Estado: el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Siendo un sistema representativo, busca el acuerdo y si no se obtiene, está diseñado de tal manera que una mayoría de ciudadanos no puede vulnerar los derechos individuales de las personas, de todas las personas en general y de cada una en particular. Porque este sistema político es democrático, lo que quiere decir que el Estado protege a las minorías de las mayorías y al individuo, del grupo.

Como ya he dicho, en el actual sistema político, todos tienen el derecho de expresar libremente su opinión, a participar en la vida pública y política, a tener su propia inclinación filosófica, religiosa, política, cultural o sexual, etcétera, y el Estado protege esos derechos... aunque su ejercicio vaya en contra del parecer de todo el mundo. Para eso está, el Estado. Es su última razón de ser.

El sistema permite poder echar del poder sin violencia a un mal gobierno, mediante un sistema electoral, que renueva periódicamente los cargos públicos (los políticos no ganan las elecciones, las pierden); también puede modificarse el Derecho, con la renovación periódica del poder legislativo. El sistema puede cambiar y adaptarse a las circunstancias, pero combate la discrecionalidad y proporciona una cierta estabilidad en las reglas del juego.

Los que defienden que el derecho a decidir es superior a este sistema político, porque la asamblea es superior a los poderes del Estado, proponen un sistema discrecional y arbitrario. El gobierno de la república (res publica, lo público) dependerá de la voluntad de un número significativo de personas, que no tiene por qué ser la mayoría de la población. 

Ese grupo de personas convocará una consulta (una asamblea) y la Ley, el Gobierno o la Justicia dejarán de tener validez ante lo que se decida. El mecanismo de decisión del derecho a decidir no admite matizaciones o acuerdos, es un sí o un no a una determinada cuestión, surgida del grupo que la propone. Conmigo o contra mí. Mueren los mecanismos de negociación y acuerdo. Una cosa es que no sea siempre posible un acuerdo, pero otra muy diferente es que sea imposible porque no existe lugar para éste.

Si se reconoce el derecho a decidir y éste es la imposición de la voluntad de un grupo de personas por encima de los acuerdos que fundamentan el actual sistema político y rigen la república, es fácil comprender que los derechos individuales no están garantizados frente al parecer de un grupo compacto y activo. 

La estabilidad cederá ante la arbitrariedad de las circunstancias o el deseo de un colectivo. Una sociedad abierta y democrática se verá acerrojada por la demagogia y la imposición del pensamiento único (mayoritario), que si no va ahora para aquí, ahora para allá, según sopla el viento, será porque se habrá convertido en un poder totalitario, el que se ha iniciado organizando el grupo que ha propuesto la consulta o que se sostiene en el poder mediante este recurso. La discusión, la crítica o la discrepancia de una minoría no tiene lugar en un sistema político basado en el derecho a decidir, porque es contraria a la decisión de la asamblea.

No sólo digo que no existe tal derecho a decidir en democracia, sino que afirmo que, si existiera, no lo quiero ni para mí ni para los míos, tal como se entiende y defiende ahora mismo en Cataluña. Me avergüenza decir que Cataluña es el único lugar de Occidente donde se defiende este derecho y se confunde con la democracia, con la excepción de las declaraciones en los aquelarres del extremismo vasco más desaforado. Defender este derecho es un retroceso, una pérdida, un daño. No quiero depender de la discrecionalidad de la demagogia y el populismo. 

Antes de sacar las uñas para despellejarme por decir tal cosa, piensen en una comunidad de propietarios y qué podría pasar si un grupo de vecinos decide actuar por su cuenta y riesgo porque aseguran tener el derecho a decidir sobre la fachada o los ascensores, porque viven dando a la calle o en el ático.  

A los defensores del derecho a decidir de los catalanes les diré que no sólo podrá decidirse la independencia de Cataluña. Existen otros mecanismos para intentar obtenerla: véase el ejemplo de Québec. Si se esgrime el derecho a decidir, será porque existe, y si existe, existirá el derecho a decidir más cosas. Si no, no existe.

¿No hemos quedado en que el derecho de un grupo de personas a decidir su propio futuro está por encima de los poderes del Estado y del interés de la nación (nación entendida como el conjunto de los ciudadanos)? Si es así, los araneses tienen derecho a decidir si quieren dejar de ser catalanes, si quieren proclamarse una república independiente, una Comunidad Autónoma española o parte de Francia, si les apetece. ¿Por qué no? Los barceloneses ¿no tienen derecho a decidir dejar de pagar los servicios públicos del resto de los catalanes, como han hecho hasta ahora? Es más, ¿no tienen derecho a considerarse diferentes al resto de los catalanes y separarse de ellos? ¿Por qué no?

¿No podemos decidir prohibir los recortes que aplica el gobierno? ¡Sería justo! ¿Existe el derecho a decidir la pena de muerte, la expulsión de los inmigrantes, la nacionalización de la banca...? ¿No existe el derecho a decidir que yo tengo más derechos que los demás? Podríamos decidir expulsar de la vida pública a quien no esté de acuerdo con nosotros. Será innegable que existirá el derecho a decidir quién tiene derecho a decidir. Etcétera.

La pregunta es, por tanto, si está usted realmente a favor del derecho a decidir, que es, a saber: un sistema asambleario puro, discrecional, arbitrario y circunstancial que se impone sobre los poderes del Estado, maximalista. Allá usted con lo que pueda ocurrir a continuación, si está a favor de este derecho.

Quizá prefiera trabajar en la mejora del funcionamiento de nuestro actual sistema político, que está no mal, sino peor. Será una tarea nada fácil, larga, tediosa, aburrida, exasperante, que nunca dejará satisfecho a nadie, porque en las negociaciones ceden todos. Ya sabe lo que ocurre en estos casos, la mejora parece que nunca llegará a buen puerto, siempre habrá cosas por hacer, cundirá el desánimo y tendremos tentaciones populistas. Pero quién nos iba a decir en 1975 que una vez muerto Franco en la cama seríamos tan libres como ahora.

Le dejo escoger. Decídase, pero luego no me venga llorando.

1 comentario:

  1. Conviene añadir lo siguiente, la paradoja de Condorcet.

    http://www.eldiario.es/agendapublica/reforma-constitucional/Volem-votar-visca-paradoja-Condorcet_0_180232117.html

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