Vargas Llosa sobre Barcelona

Los derechos de copia de este fragmento del discurso pertenecen a la Fundación Nobel 2010. Reproduzco aquí la parte que menciona Barcelona, y algo más. El discurso entero es bellísimo, y es un elogio de la libertad y la literatura que merece la pena leer.

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El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.
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De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.

Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de como, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.

Detesto toda forma de nacionalismo, ideología –o, más bien, religión– provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.

No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.
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3 comentarios:

  1. Hasta tal punto se han visto identificados "nuestros" nacionalistas con la exacta definición que ha hecho Don Mario de su ideología que han saltado como un resorte a vilipendiarlo: Pujol El Enano, Rahola la Transformista, Villatoro el Profeta y demás ralea.

    Con sus declaraciones se han confesado: ellos no son patriotas, ¡son nacionalistas!

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  2. Ese tono, Carlos... Puedes decir lo mismo con otras maneras.

    Por ejemplo, así que oí las declaraciones del señor Pujol, se me cayó el alma a los pies, pues no pude imaginar tanta vileza en un personaje público. La manipulación que hizo de las palabras de Vargas Llosa resulta gratuita y lamentable, es populista y demagógica, es además, burda y más bien vulgar. Asemeja el grito de Millán Astray delante de Unamuno, el ¡Muera la inteligencia! Y ese grito pujoliano surge de una ideología con la que comparte semilla y principios, aunque se trate de árboles diferentes.

    (Para alguien que sepa leer, éstas son palabras muy fuertes.)

    Vargas Llosa no niega el horror del franquismo ("la dictadura de Franco estaba todavía en pie y fusilaba", dice), sólo recoge ese espíritu de superación a través de la libertad y una cultura cosmopolita. Pero no tenemos que olvidar que ese ambiente cultural e ideológico se oponía a la ideología de la derecha pujoliana, que es, en efecto, provinciana y exclusivista. Pujol combatió ese ambiente desde el primer momento, y nunca ocultó su desprecio por esa ideología.

    Eso explica por qué la cultura catalana, y la cultura hecha en Cataluña, si quiere diferenciarse una cosa de la otra (yo no lo haría, pero hay quien lo hace), eso explica, decía, por qué hoy está tan maltrecha y dolida, por qué podemos llamarla provinciana y por qué sólo vivimos de rentas, de las rentas de esos años setenta, precisamente.

    Y la cultura es riqueza, es la base de la riqueza, de la libertad, de la crítica y la iniciativa. Nos la hemos cargado, y nos hemos cargado, de paso, la industria cultural.

    En la Barcelona de los setenta, más del noventa por ciento de la industria editorial española estaba en Barcelona, y toda Sudamérica dependía de nuestras editoriales. Hoy, pese a mantener todavía una posición predominante, la iniciativa cultural está en otra parte, y no llegamos a representar un 50% del sector. Y esto nada tiene que ver con Madrid: nos la hemos cargado nosotros. Ésa es la política cultural del señor Pujol y de los que fueron tras de él.

    ¿Ves, Carlos? Aunque comprendo tu indignación y la comparto (las palabras del señor Pujol me pusieron de muy mala leche), no hace falta llamarle enano en público. Que es bajito no es ningún descubrimiento. Que es malvado y rencoroso, capaz de vilezas políticas y populismos peligrosos, puede que también, pero con llamar a las cosas por su nombre es suficiente. Además, como diría Nietzsche, se refuta señalando que es tan feo como Sócrates, y éste es un insulto fino.

    Ahí queda eso.

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  3. Sí, bien, me refería a "Enano mental", aunque su talla física también deja mucho que desear.

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