La historia del cañón turco


El cañón que menciona De Tott doblaría en tamaño a éste, que dispara piedras de 320 kg.

La anécdota la explica con mucho detalle Carlo Maria Cipolla en su libro Las máquinas del tiempo y de la guerra (Estudios sobre la génesis del capitalismo), Ed. Crítica, 1999. Es un libro muy ameno y con mucha enjundia, que recomiendo sin temor.

Corren los tiempos de la guerra ruso-turca (1768-1774) y el barón De Tott, un asesor militar europeo, revisa las defensas del Estrecho cerca de Constantinopla. En éstas, tropieza con un cañón monstruoso, situado en lo alto de un fuerte que domina el Estrecho. Es tan grande que no pueden llevarlo a ninguna otra parte. Le cuentan que la pieza había sido fundida en bronce en el reinado de Amurath (a saber cuándo fue eso) y que la bestia es capaz de disparar una esfera de mármol de 500 kg. A ojo, tendrá un calibre de un metro y pesará varias toneladas. Como tantas otras piezas antiguas, se desenrosca la recámara para facilitar la carga de pólvora.

El barón De Tott contempla el monstruo y no parece impresionado, pero los turcos insisten: no existe cañón igual en el Universo. El barón señala que costaría tanto cargar la pieza que, en caso de presentarse una flota enemiga, sólo podría disparar una vez. Los turcos insisten: una vez, sí, pero el cañonazo será devastador.

Que sí, que no, y al final se decide probar el cañón. Para impulsar el proyectil se necesitan 150 kg de pólvora, que el bajá (el oficial al mando) manda traer de inmediato. Cuando llega la hora de la verdad, el barón De Tott descubre que los turcos se han dado a la fuga. Hasta el bajá ha corrido a refugiarse en el interior de una casamata. La furia del cañón es la misma para amigos y enemigos, se excusa el artillero jefe, el único que permanece en su puesto (encomendándose a Alá en el que cree el último día de su vida). Prenden el cebo y tanto el barón como el artillero jefe se parapetan detrás de un muro.

¡Pum!

Sentí un choque como el causado por un terremoto, dirá el barón en sus memorias. A poco de surcar los cielos, la gigantesca esfera de mármol se desintegra. Pedazos de mármol caen aquí y allá por todo el Estrecho y las montañas vecinas. De ahí a hacer daño a una flota enemiga media un abismo, pero el estruendo ha sido de aúpa, hay que reconocerlo.

Lo curioso del caso es que los turcos no se dieron por vencidos y siguieron empleando estos monstruos contra los europeos. En 1807, una escuadra de la Royal Navy forzó el paso de los Dardanelos. Contó sir John Duckworth, almirante de la expedición, que los marinos ingleses se maravillaron al ver cómo eran de grandes los pedazos de piedra que pasaban volando por encima de sus barcos, zumbando de mala manera, deshaciéndose por el camino.

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