Eso de la patria en el comer y el beber

¿Han oído hablar del patriotismo alimentario? Es lo que propone el honorable señor don Josep Maria Pelegrí, que es consejero catalán de Agricultura, Ganadería, Pesca, Alimentación y Medio Natural, o de Agricultura, para resumir. Según el señor Pelegrí, un patriota come catalán, y bebe. Manifestó tal teoría delante de empresarios del sector agroalimentario en la Seu de Urgell, poniendo como ejemplo que cuando uno va a un restaurante y pide un vinillo de Rioja, no ayuda al empresariado catalán (sic). Así, de entrada, no sé yo, porque hay empresarios catalanes que tienen bodegas de vino en la Rioja, y empresarios franceses, por citar un ejemplo, que poseen bodegas de cava del Penedès.

Es una teoría muy enrevesada, la del patriotismo alimentario, pero nace de lo más profundo de la tradición de la burguesía catalana. Consulten cualquier manual de historia y verán con qué ansia patrocinaban el proteccionismo los empresarios catalanes de toda la vida, los Güell, Sagnier, Raventós y compañía, temerosos de los tejidos de algodón británicos o de los licores franceses.

Desde siempre, la burguesía catalana gusta vivir del cuento e invertir en cualquier cosa que no sea una fábrica moderna, y lo de abrir los mercados a la competencia exterior ha sido siempre visto más como amenaza que como oportunidad. Por lo tanto, el grito patriótico del conseller del ramo, un esbirro de la democracia cristiana catalana, tradicional y nacional-católica, es uno más del montón y tiene poco de original, aunque levante vítores y aplausos en un público entregado a la causa.

Hay que añadir que, además, el patriotismo alimentario se enfrenta a problemas de enjundia. De entrada, a ver quién es el guapo que define patria. Porque el señor que pide vino de Rioja puede pedirlo porque considera que su patria es el mundo, porque su patria es España o porque cree que así desafía a los empresarios de su patria, Cataluña, y les obliga a fabricar mejores vinos. También es posible que pida un Rioja porque le guste más, o porque es la moda, o porque es el más barato de la carta de vinos, razones éstas que tienen poco de patrióticas y merecen la repulsa del señor Pelegrí, por pelegrinas.

Si se trata de defender los llamados productos de proximidad, entonces no hace falta mentar patrias o banderas, sino kilómetros, pero la moda de estos productos parte de muchas premisas falsas. No es siempre cierto que consumir lo que esté más cerca sea lo más sano o lo mejor para el medio ambiente, por ejemplo. En muchos casos, se perjudica claramente el modo de vida de los campesinos de países menos desarrollados. Además, la proximidad es como la patria, y quién es la dama o el caballero que dice de aquí para allá, lejano, y de aquí para acá, próximo.

Mézclense ambas consideraciones. Comer una salchicha de Frankfurt de cerdo holandés sacrificado en Cataluña y procesado por una multinacional americana en su factoría de Olot, por decir algo, ¿es patriotismo alimentario? ¿De quién? ¿Del holandés, del alemán, del catalán o del americano que come la salchicha? El mundo es así.

Otro ejemplo, y éste tiene miga.

Todos habrán visto el toro de Osborne, una gran empresa dedicada a la fabricación y venta de vinos y licores. Esta marca del Grupo Osborne es, a decir de los expertos, la marca comercial más identificada de España, en España y en el extranjero. También es la mascota que han adoptado, de unos años hacia acá, los que se llenan la boca de patria española, que gilipollas los hay en todo el reino. Como, a decir de los patriotas de cualquier signo, patria no hay más que una, la mía, los patriotas catalanes le echaron el ojo a los toros de Osborne y se han dedicado a tumbarlos. Es mucho trabajo, porque cada uno de esos toros pesa cuatro toneladas y mide catorce metros de altura, pero consideran que vale la pena el esfuerzo.

El último en caer, literalmente, fue el toro del Bruc, hace un año. Los patriotas que atentaron contra la imagen del Grupo Osborne afirmaron (citaré y traduciré lo más textualmente posible) que habían querido limpiar la silueta de la sagrada montaña de Montserrat de la inmundicia cornuda española que pretendía ensuciarla. Caramba.

Me parece suponer, pues, que consumir productos de Osborne no será patriotismo alimentario tal como lo entiende el señor Pelegrí o alguno de los caballeros que lanzaron esa proclama. Sin embargo, los monjes de la abadía de Montserrat sostienen una opinión muy diferente.

En efecto, los monjes de Montserrat han firmado un acuerdo con el Grupo Osborne. A cambio de dinero y durante un mínimo de diez años, los celebérrimos Aromes de Montserrat los fabricará el Grupo Osborne en Badalona, en la fábrica de Anís del Mono. El padre abad de Montserrat bendijo (literalmente) el acuerdo y amén.

¿Han traicionado a la patria catalana los monjes de Montserrat? Sería lícito preguntárselo.

Según los responsables de la fabricación de los licores montserratinos, la destilería de Can Castells no reunía las condiciones que exigía la ley y la salud pública, aunque el propietario de la empresa catalana afirmó que podía seguir la producción en Andalucía, donde tenía una destilería a punto. Pero los monjes estimaron más patriótico (sic) cambiar de empresa y ceder los derechos de la destilación de los Aromes de Montserrat al Grupo Osborne. Se arrimaron a la sombra del toro con una única condición: que los Aromes de Montserrat se continuaran destilando en Cataluña. Perfecto, dijeron en el Grupo Osborne, porque tenemos la destilería de Anís del Mono en Badalona...

¿Fue realmente una decisión patriótica o los monjes se dejaron de puñetas y fueron a por el beneficio? Quién sabe.

Se destilan 70.000 litros de Aromes de Montserrat al año. El Grupo Osborne quiere incrementar la producción y promover el consumo del digestivo en toda España. Setenta mil litros no es nada, dice, pues de Anís del Mono vendemos cuatro millones de botellas al año. Ya verás cuando comencemos con los Aromes de Montserrat... ¿Es eso hacer patria? ¿Qué patria?

Más difícil todavía. Cuentan que un tal Joaquim Pedrosa destiló en 1858 el primer licor de Montserrat, y que más tarde aparecieron los Aromes de Montserrat, destilados siguiendo la receta de un monje... ¡francés!... que pasó unos días en el monasterio.

En resumen, el licor de los patriotas de ya no sé qué signo o condición lo inventó un francés, y lo fabrica un andaluz en Cataluña para que no lo fabrique una destilería catalana que se traslada a Andalucía. Eso del patriotismo alimentario es muy raro y más difícil de lo que parecía a simple vista.

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