Es un dicho de la Segunda Guerra Mundial. Cuentan que, mientras los ingenieros alemanes fantaseaban con el supertanque, los ingenieros ingleses estudiaban la influencia del molibdeno en la resistencia de los engranajes de un cambio de marchas, los americanos inventaban la estadística aplicada al control de calidad y los rusos trabajaban con ideas sencillas en diseños sencillos. La consecuencia fue que un tanque alemán medio contaba con la mejor óptica, el mejor blindaje, el mejor cañón, un motor bonísimo, pero sufría constantemente averías en la transmisión. Ni que decir tiene que, para construirlo, se necesitaban muchísimas horas de trabajo de operarios altamente cualificados, que ocupaban tanto tiempo en ello que no tenían tiempo para fabricar piezas de recambio. Eran máquinas tan sofisticadas que, si uno no era un carrista de primera, se cargaba el cambio de marchas a los cincuenta kilómetros de marcha.
Sin duda, esta fascinación del régimen nazi por las armas fabulosas les ayudó a perder la guerra. Afortunadamente, añado.
Sin embargo, por eso mismo, el estudio de las armas secretas, maravillosas y terribles del régimen nazi, muchas de las cuáles no pasaron de la mesa de dibujo, resulta fascinante. Se dedicaron millones y millones de marcos a diseñar y probar verdaderas locuras, descuidándose aspectos mucho más prácticos para el ejército, que contemplaba el desaguisado con estupor. Cañones superpesados, aviones transatlánticos, cohetes dirigidos... cuando las tropas todavía echaban mano de los caballos para mover los cañones.
A modo de ejemplo, los alemanes gastaron tanto dinero en el cohete V-2 como los americanos fabricando la bomba atómica, pero murieron más personas fabricando el V-2 (esclavos procedentes de campos de concentración) que víctimas de sus cargas explosivas (habitantes de Londres o Amberes). Espectacular, el V-2, todo lo espectacular que quieran ustedes, pero inútil.
Uno de los ingenieros que más veces suena en esta fiebre alemana por diseñar armas excepcionales, estrafalarias quizá, es un genio del automóvil, el doctor Ferdinand Porsche. A él debemos el Volkswagen Tipo 1 (el popular Escarabajo) o el Auto-Unión de carreras de dieciséis cilindros, un bólido imbatible. También es suya la idea del automóvil híbrido, con un motor de explosión conectado a un generador eléctrico que, a su vez, mueve un motor eléctrico, el rótor del cual es la rueda del automóvil. Esto lo inventó en 1900, no crean ustedes, cuando el señor Porsche era poco más que un adolescente.
Esta transmisión diésel-eléctrica se aplicó por vez primera en el ferrocarril y era ideal para mover vehículos pesados o muy pesados. En la época de la que estamos hablando, la mayor parte de los engranajes no podía resistir un par motor muy elevado. Es decir, en máquinas que pesaran más de cincuenta toneladas, era tanta la fuerza que tenía que hacerse en la transmisión que el engranaje, crac, se rompía a la de tres.
Por eso, en 1941, Porsche diseñó un tanque pesado híbrido con transmisión eléctrica, que compitió con los prototipos de Henschel... y perdió. Los militares dijeron que su máquina era mecánicamente demasiado complicada y propensa a estropearse. Además, pesaba sesenta o setenta toneladas y si se averiaba en el campo de batalla, ahí se quedaba, que no había grúas para llevársela. Con todo, Porsche ya había construido noventa chásis de su carro de combate, que el ejército compró por no hacerle un feo a Hitler. De esos chásis nació el Elephant (en la fotografía), oficialmente Panzerjäger Tiger (P) Sd. Kfz. 184.
El Elephant demostró sobradamente su afición a estropearse. Su blindaje era de primera, pero la mayor parte de estos tanques fueron volados por su propia tripulación para evitar que cayeran en manos del enemigo, perdidos en tierra de nadie, averiados o sin combustible.
Dejando a un lado la aventura del Elephant, Porsche se había quedado con las ganas de diseñar un supercarro de combate. El ejército había preferido los diseños de Henschel, Krupp, M.A.N. o Daimler, más ortodoxos. Porsche había sido vencido... pero no derrotado.
Continuará.
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