Las películas del Oeste son al cine como la sal a la cocina. El cine clásico, el clásico de verdad, no puede prescindir de los vaqueros, los indios, las diligencias o los paisajes del Death Valley. La mitología clásica se adapta a las mil maravillas a las películas del género. Uno cree ver un Aquiles en un pistolero que se cree invencible, o un Héctor en el sheriff que sale a enfrentarse con los malos, sólo ante el peligro. Tendríamos mucho que decir respecto a este asunto.
Alguien auguró que el western había muerto. Pues, por andar muerto, goza de muy buena salud, porque estos últimos años se han filmado grandísimas películas del Oeste. Sin perdón, Open Range... Estas películas obligan a exprimir el lenguaje del género cinematográfico para obtener su esencia. Eso explica en gran parte su clasicismo, que es, en los tiempos que corren, tan agitados como revueltos, algo excepcional.
Blackthorn es una película del Oeste. Está bien, está bien... no es exactamente un western. Pero como si lo fuera. Estamos en Bolivia, en 1928, y los protagonistas son un ingeniero de minas madrileño metido a ladrón y un viejo gringo que había sido ladrón metido a criador de caballos. Por más INRI, la película es española (al menos, en parte) y su director se llama Mateo Gil. Pero, qué narices, es un western de los pies a la cabeza, con todos los honores. Pertenece, además, a eso que llaman western crepuscular, que es un género en sí mismo.
Quizá sobran algunos flashbacks en la película, pero algunas de sus escenas son realmente espectaculares. La persecución en El Salar es magnífica, y en esa acción el contraste entre el blanco y el negro convierte la pantalla en un bellísimo cuadro abstracto. No será una obra maestra, pero es muy digna discípula de las películas de Eastwood o Ford, y me ha sorprendido agradablemente. Es hora y media de buen cine, que es mucho más de lo que se puede pedir hoy en día por los ocho euros del ala que le cobran a uno por el espectáculo.
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