Lucifer


Lucifer, rey de pólvora y fuego.

Los bailes de pólvoras son mis favoritos. Por varias razones. Una de ellas, porque no gastan chirimías, lo que se agradece mucho. Pero la principal es, sin duda, que me fascina el fuego y el humo de las pólvoras. Esa niebla blanquecina con olor a azufre y potasa, donde las sombras negras de los dimonis avanzan lentamente, maza en alto, en medio de un estruendo ensordecedor de timbales y petardos, siempre consigue levantarme una sonrisa. Si es la bestia flamígera la que avanza a la carrera, provocando el pánico con la lluvia de chispas que arranca de su boca, mejor.

Uno de los protagonistas de estas escenas es Lucifer, o Llucifer, en catalán. Lo visten con sombrero de copa y capa. Su maza es metálica, una caja que puede soportar la quema simultánea de una docena de petardos. Lucifer es temido a la vez que admirado.

Es el antagonista de San Bartolomé, es el caos en persona, es un tipo que se supone bebedor, fumador y follón, por ser quien es, un personaje tremebundo. Pasean al santo por la población para espantarlo a él, a Lucifer, que es en verdad el dueño de las calles. Acuden al santo para que el rey de los demonios no pronuncie los versos impenitentes, cínicos, faltones y groseros que descubren la hipocresía y la falacia indígena.

Inútilmente. El angelito que, en el entremés que representan los bailarines, vence y humilla finalmente a los demonios sólo los castiga por chivatos, pero no censura sus puyas contra Fulano o Mengano. Seguro que alguno las merece.
 

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