Freud vs. Malinowski (I)

¿Son las ciencias sociales ciencias o no más que cuentos de vieja? Es decir, ¿es posible hablar de ciencias sociales? Si resulta que no, que no son ciencias, pertenecen al género de la opinión (más o menos razonada o razonable), al de la creencia en un modelo determinado de antemano o simplemente, un acto de fe religioso, mágico o filosófico, pero no científico, que pretende explicarnos el porqué de las cosas... o de algunas cosas. La ciencia, bien mirado, no atiende ni al porqué de las cosas ni a su esencia, sino a los fenómenos.

Eso no quiere decir que lo que no es ciencia sea malo, pero tampoco quiere decir que sea bueno. Del mismo modo, ¿es la ciencia una creencia? Pues, según se mire. ¿Y es buena o mala? Como dijo el gran sabio, depende.

Ya ven que puede liarse la de Dios es Cristo discutiendo sobre epistemología y ciencia. Así que no entraremos en el trapo de este debate, que es apasionante y no se acaba nunca. Pero sí que señalaremos que no conviene confundir las humanidades y las ciencias sociales, pues no son una misma cosa. Se confunden a veces y recurren unas a otras, pero no son lo mismo.

El ámbito de la filología, por ejemplo, se asocia comúnmente con las humanidades, pero merecería el título de ciencia social por su objeto de estudio (el lenguaje) y porque la filología, en gran parte de sus trabajos e investigaciones, cumple sobradamente con todos los requisitos que se le pueden exigir a una ciencia. En cambio, la estética... Quien dice la estética, dice la metafísica.
Las ciencias sociales, al menos en su origen, nacieron con el propósito de seguir el mismo camino que siguieron en su día física, química o medicina. De mayores, la historia es otra y diversa.

Entre las ciencias sociales, destaca la economía, de la que nadie duda que sea tan científica como la meteorología, aunque acierte lo mismo en sus predicciones. En cambio, no hace falta indagar mucho para apreciar que otras disciplinas no saben lo que quieren, si quedarse en uno u otro lado de la barrera. La inquietud intelectual que se asocia a este sí, pero no, es buena según quien la ejerza, pues hay intelectos que saben por dónde pisan y otros que, vaya por Dios, desbarran y tuercen cualquier propósito. El daño que hizo Hegel a la historia, por ejemplo, merece el escarnio público: a Schopenhauer me remito.

Sin salir de esta disciplina, veremos que los historiadores se debaten entre la narración de unos hechos y la filosofía de la historia en la que creen, inclinándose por no hacer de la historia una ciencia, sino una justificación de su ideología. Así, de buenas a primeras, esto puede ser tanto bueno como malo, y dependerá de quién vaya por ahí intentando encajar una ideología con los hechos del pasado y qué propósito persigue con ello. En cambio, algunas disciplinas de la historia, o surgidas de ella, como la arqueología o la paleontología, merecen ser consideradas ciencias puras y poca ideología pueden permitirse.

El mismo caso acaece con disciplinas como la antropología o la psicología. Nacieron con la buena intención de intentar explicar nuestro comportamiento y el comportamiento de una sociedad, con la aplicación y el objetivo de un científico. Pero las cosas se torcieron, si no en todas partes, si en muchas de ellas.

Los biólogos que estudian el comportamiento de los primates han hecho progresos notabilísimos durante el último siglo; en cambio, los antropólogos que le dan vueltas al comportamiento humano no pueden presumir de lo mismo, ni mucho menos, hasta podría decirse que están peor que antes, peleados entre sí por mantener creencias incompatibles. Los prodigiosos avances de la psiquiatría y la neurofisiología contrastan más que mucho comparados con el grado tan elevado de incertidumbre y despropósitos de la psicología en muchos de sus ámbitos. Entre la pastilla y el diván, gana la pastilla en certeza y efectividad, y el diván, en cháchara.

Esta evidencia empírica provoca el surgimiento de una corriente que sostiene que las ciencias sociales no son, no pueden ser o no deben ser ciencias, sino relatos. Además, esa corriente y sus muchos afluentes sostiene que la ciencia de toda la vida, la física, la química y demás, es también un discurso narrativo y que, por lo tanto, tan válida es una visión del mundo como otra, mientras sea coherente consigo misma. En resumen, que tanto vale una opinión como cualquier otra; si lo prefieren, tanto vale mi visión del mundo como la tuya. Como dijo Nietzsche, la verdad no existe, pero Nietzsche también aseguró que el mundo se rige por el azar y la estupidez y, en este caso en concreto, esta deriva de los antropólogos contemporáneos no es casual, y a buen entendedor, pocas palabras.

Según estas teorías predominantes, no vale la pena hacer ciencia, porque la ciencia no es un mecanismo que procura la máxima objetividad, sino un discurso (una opinión) con unas reglas determinadas por tal o cual parámetro (va por gustos); es, dicho así, un producto cultural. Se acepta, pero el argumento válido para la ciencia se tambalea con la tecnología, porque las cosas funcionan de una manera y no de otra, en todas partes igual, y en ésas estamos hoy, por ver cómo salimos del tembleque, que el entramado del relativismo antropológico no puede resistir por mucho más tiempo.

Por eso mismo, o por otras razones, no todos comparten la opinión de estas escuelas del pensamiento que, por su propia definición, no tienen propósito alguno de ser ciencia. La opinión contraria, la que sostiene que existe la verdad (vamos a decirlo así) tampoco es científica. De hecho, éste es un debate filosófico, que unos señalan propio de la epistemología y otros, de la filosofía de la ciencia. Está bien, así nos distraemos.

Lo peor del caso es que los antropólogos fieles a algunas escuelas de moda presumen, precisamente, de un fabuloso desprecio por la ciencia, y de un asiento firme en su creencia. Todo lo demás es ignorancia o mala fe, dicen, y convierten su visión antropológica en religión. Si uno es un estructuralista de género, cuando visite una tribu la verá desde la perspectiva del estructuralismo de género, y si no se da un golpe en la cabeza, nadie lo sacará de ahí. Si en la observación participante coincide con un materialista freudiano, pueden acabar los dos a bofetadas por un quítame allá esas pajas. Y la tribu, mirando.

Vale lo mismo para los psicólogos, que andan todavía confusos después de un atracón de Lacan, por citar impostores, porque en estas aguas navegan verdaderos profesionales de la tomadura de pelo. Los mares de la moda filosófica de turno son agitados por vientos y fortunas que hoy van para aquí y mañana, para allá, y el timón suele llevarlo algún profesional de la confusión, como Heidegger, Derrida, Lacan y compañía.

Insisto: no se dice que lo científico sea bueno y lo demás, malo. Se dice que uno tiene que saber dónde pisa. El filósofo no pretenderá hacer ciencia, porque su trabajo es otro, y el científico no se meterá en filosofías. La estética es una cosa y la biología, otra.

Pero, lo dicho: hubo un tiempo en que antropología y psicología lucharon por ser ciencias, no cuentos de viejas. Fueron los tiempos de Freud y Malinowski.

Estos dos personajes son hoy negados, discutidos y puestos de vuelta y media, pero ¡pobre de quien insinúe que Freud o Malinowski no dieron pie con bola...! Porque una cosa es la blasfemia y otra, el insulto contra la madre que le parió a uno. Los dos, cada uno en su disciplina, fueron padres fundadores y santos varones de la causa; los dos, cada uno en lo suyo, creyeron elevar su disciplina al terreno de la ciencia; ninguno de los dos lo consiguió, pero las cosas nunca volvieron a ser las mismas después de sus libros.

Sirva este apunte como introducción, porque en apuntes posteriores, veremos por qué se enfrentaron Freud y Malinowski y cómo acabó todo. La historia, como suele ser en estos casos, es apasionante.

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